sábado, 23 de marzo de 2013

Minicuentos 50


De muertes, suicidios y otras artes de morir                                                               



 

De la calle
Elías Agustín Ramos Blancas

Por la umbrosa única calle de aquel pueblo caminaba sin prisa, perturbando con su figura vistosa el orden vengativo de la penumbra. Esa tarde de plata había sacado más que de costumbre: iba repleta, iba libre en la noche como humo de cigarro.
Al pasar junto a una barda en construcción se le rasgó la sombra con un clavo. Comenzó a sangrar intempestivamente, la hemorragia negra invadió la banqueta y se derramó en el asfalto. Ella estaba prendida al suelo por un dolor paralizante; sus pies clavados en la acera se crispaban tratando de volar; una bombilla mortecina alumbraba con periodística indiferencia la tragedia. Cuando la sombra entera no era más que un rastro viscoso, su carne fue derritiendo para confundirse con los restos de la silueta herida. El cuerpo de la azorada víctima se escurría espesa y duramente al suelo, como si fuera chapopote hirviendo.
Al poco rato en el lugar del accidente no quedó más cosa que un charco sombrío cayendo de la acera al pavimento, y por el pavimento se deslizaba calle abajo hasta la vía del tren. Alguien reportó el oscuro suceso al Departamento de Mejoras. A eso de la media noche llegó una aplanadora que quitó el sueño un buen rato al vecindario. Al siguiente día la calle lucía un impecable asfalto, renovado y sin baches.
El ministro inauguró el pavimentado en medio de vítores, confeti y música de la banda. Bajó a pie desde el palacio de poder hasta la vía. “Una realización más de su gobierno” diría en el discurso, después de haber sido el primero que ponía sus pies sobre la asombrada piel viva de la prostituta.

El precio de la transacción
Fernando Solarte Lindo
Todos los centinelas, que hoy llámanse guardaespaldas, dieron en permitir el paso por la entrada de la fastuosa villa al caballero que habíase apeado con su perro del lujoso carruaje con motor de ocho cilindros. E yendo ellos así, los recibió en la suntuosa sala el otro caballero también mui rico e dueño de la casa.
   —Tengo por bien traer la mercancía —dixo el visitante poniendo en la mesa un pequeño paquete—. No es menester loar que vuesa merced, como homme entendido, ha de valorar justamente.
Cuando esto hobo dicho, el dueño de la casa sacó de su bolsillo tremendo fajo de billetes e la transacción iba a cerrarse con buen suceso, sin non hobiese de por medio que presto un gato casero saltó sobre la mesilla e ungullóse el atado de la mercancía. Estonce el perro del visitante, un pastor alemán de malas pulgas, cayó sobre el gato e matólo.
El dueño de la casa, dolorido por la muerte de su gato, tomó una pistola e disparó seis tiros contra el perro que dio una voltereta e quedó con gran tiesura. El vendedor de la mercancía asió por una oreja al dueño de casa e lo apuñaleó porque le matara su perro. Presto los guardaespaldas fizieron papilla al chofer del visitante e llegaron los del barrio del chofer e mataron a los guardaespaldas, viniendo poco después los familiares destos que acabaron con los parientes e los amigos del chofer e del visitante, mas arribaron por fin los guardaespaldas deste último e se agarraron en lucha de todos contra todos e matáronse unos a otros.
Dixo la polecía que la causa de tanta mortandad fue la mercancía que era una esmeralda o una onza de cocaína.

La oreja del suicidado
Bertalicia Peralta
El muerto hurgó su corazón y lo sintió henchido de amor. Buscó ansiosamente alguien a quién amar. Alguien que lo amara. Movió a la derecha, a la izquierda sus fosas oculares y se le saltaron las lágrimas cuando sintió el beso de la hermosa muerta sobre sus labios.

Pret a porter
Roberto Rubiano Vargas
La mujer taconeó por el centro comercial. Su cuerpo, moldeado por largas horas en el gimnasio y periódicas jornadas de ayuno, dejó una estela de perfume por los corredores iluminados con neón. Caminaba despreocupada observando vitrinas.
La blusa estaba en el mejor lugar del escaparate. Apenas la vio se encaprichó con su corte y delicado diseño. La dependiente, sorprendida, no pudo localizar el precio de la prenda y pidió cualquier cifra que la mujer canceló con tarjeta de crédito.
Esa noche, al llegar a su casa, la mujer se la midió frente al espejo. La blusa tenía catorce botones que imitaban perlas. Brillaban y sobresalían sobre la superficie satinada de la tela. Al mirarse sintió una oleada de satisfacción. La prenda le quedaba mejor de lo que había imaginado. Se regodeó al pensar en la envidia que sentirían sus amigas y se prometió que no revelaría el nombre del almacén.
Una llamada telefónica la distrajo. Mientras conversaba intentó quitarse la blusa para ir a tomar un baño, pero los botones no abrían. Trató de sacársela sin desabotonarla pero fue imposible. Apresuró el final de la conversación y colgó el teléfono.
Caminó hacia el baño haciendo nuevos e inútiles esfuerzos.
El primer signo de alarma se lo dio la muñeca izquierda. Cuando intentó tirar de la manga le dolió la piel. Probó tirar de la otra manga con idénticos resultados.
Asustada se despojó del resto de sus ropas. Corrió al espejo y notó que la blusa estaba ajustada a su cuerpo como un animal. Sintió un cosquilleo en los brazos. Tuvo ganas de gritar pero fue tarde. La prenda comenzaba a engullirla.
A la mañana siguiente, la blusa colgaba otra vez en el escaparate del almacén, aguardando por una nueva presa. La dependiente no se sorprendió por volver a verla. Se encogió de hombros y le marcó un precio cualquiera. La blusa con sus botones de perla y su textura de satín continuó ahí, acechando como un buitre, bajo el neón del centro comercial.

Suicidio
Fernando Ruiz Granados
Adelina se asomó a la calle desde la azotea, y vio los autos circulando por la vena de cemento de la avenida principal. Se paró en la cornisa del edificio y caminó haciendo equilibrio con los brazos. El viento hacía ondular su vestido y lo ceñía contra su vientre abultado. Volvió a mirar hacia abajo y se dio cuenta de que una multitud la miraba expectante. Imaginó la angustia de sus rostros, sus respiraciones contenidas por el terror. Luego, saltó al vacío. En la caída todavía pudo ver los pisos del altísimo edificio pasando vertiginosamente. Después, se despedazó contra el pavimento. En ese momento estallaron los aplausos.