miércoles, 13 de marzo de 2013

Prohibido besar a tu suegra coreana

El mundo global aún sorprende con historias intransferibles. Un escritor colombiano se casa con su novia de Corea, país donde intenta aprender el nuevo código: no ser efusivo, ver la televisión en el lavaplatos y olvidarse del mueble llamado cama

EXPERIENCIA. "Ya habíamos vivido tres años en Bogotá. Ahora era mi turno, mi cuota de sacrificio por el equilibrio de la pareja. No era tan complicado", relata el autor.
HALLAZGO. "Por fortuna Corea está hecha para los infieles o las parejas con problemas de espacio", dice Solano.
RITOS DE CASAMIENTO. Los novios, Andrés y Soojeong, con la ropa tradicional de la ceremonia. El traje de ella tiene dibujos de plantas y animales que simbolizan longevidad./Revista Ñ
El protagonista de Yo que he servido al rey de Inglaterra, una novela del escritor checo Bohumil Hrabal, repite como un mantra cada vez que se halla ante un evento inesperado: “Y lo increíble se hizo realidad”. Pues bien, aquí estoy yo, soltando la misma frase mientras mi suegra me llama para almorzar. Entiendo lo que dice por la entonación y la hora, son las doce y media, pero no comprendo el significado exacto de cada una de sus palabras.
La madre de mi esposa es coreana. Mi esposa es coreana. Vivimos con sus padres y si mi suegra no tuviera buena sazón no habría aceptado la propuesta de estar en la casa de ellos que les hizo Soojeong, así se llama mi esposa. Su nombre se pronuncia Suyón, y ellos me llaman Andresu.
Ya habíamos pasado unas vacaciones en su casa así que le dije bueno, no hay problema, vivamos con tus padres mientras conseguimos trabajo. Soojeong terminó hace unos meses un Master en Estudios de Asia Oriental en la Universidad de Salamanca en España (quiere ser traductora y deseaba familiarizarse con términos académicos, además de tener un título extra). Ya habíamos vivido tres años en Bogotá. Ahora era mi turno, mi cuota de sacrificio por el equilibrio de la pareja. No era tan complicado, total su casa está en medio de las montañas, por las ventanas se oye el sonido de las cigarras y queda a quince minutos de la playa. Lo que se conoce como un remanso de paz. Serán unas vacaciones, me dije. Otras vacaciones. Unas largas vacaciones.
Eso si, recordé que al llegar no debía mostrarle afecto físico alguno a mi suegra. Durante la temporada en que la conocí estuve tan a gusto en su casa que al despedirme, emocionado, me dio por estamparle un sonoro beso en la mejilla. Fue como haberle pellizcado el culo. Me miró con terror. La señora no recibía un beso desde hacía por lo menos quince años. Nunca había visto a mi esposa reír tanto por tan poco. Quizás por eso me sorprendió el abrazo que me dio esta vez al recibirme. Increíble, mi suegra había quebrado la estricta etiqueta heredada del confucianismo. Bueno, tengo que reconocer que fue un medio abrazo, algo así como una palmadita en la espalda.
A pesar de que vivimos en un espacioso apartamento último modelo de tres habitaciones, con una pantallita de plasma al lado del lavaplatos para ver televisión aún cuando se pone o se quita la vajilla del aparato, en la casa no hay camas. Dormimos sobre un futón matrimonial que enrollamos y desenrollamos a diario, como las parejas coreanas tradicionales.
Cuando voy al baño enfrento un inodoro con un complejo sistema de limpieza, lavado y secado. Tiene varios dibujitos. Por ejemplo, unas nalgas recibiendo un chorro de aire. Está conectado a una toma de corriente como si fuera un electrodoméstico más. La idea es que la taza siempre esté tibia para que el trasero no sufra al sentarse. A veces, cuando cierro los ojos en la noche, con mi esposa al lado, me llega un pensamiento dañino, rápido y doloroso como un latigazo: tengo 35 años y vivo con mis suegros. O mejor, tengo 36 años y vivo con mis suegros. En Corea la edad se cuenta desde el vientre materno.
Está bien, he vivido en muchos sitios y con personas muy diferentes, no es tan difícil, es sólo por unas semanas. Total, ya viví cinco años con mi abuela, una versión femenina del sargento de Full Metal Jacket. También viví seis meses en el sótano de unos tíos en New Jersey. Y en una habitación alquilada en un barrio pobre y violento de Medellín para hacer un trabajo periodístico. Viví un verano en un cuarto para profesores extranjeros en una universidad de Seúl sin aire acondicionado. Ahora vivo con mis suegros. No es lo mismo, a quién engaño. Tengo 35, 36 años. Ya no sé.
Se supone que tan pronto consigamos trabajo nos mudaremos a Seúl. Los días pasan y mi esposa manda curriculums y yo presento entrevistas para ser locutor de radio en una estación que transmite en castellano, profesor en un colegio, corrector de traducciones.
Nada.
Mi esposa me explica que en el verano las cosas se ponen lentas. Que debemos tener paciencia.
Llevo tres meses aquí, en Busan, la segunda ciudad de Corea del Sur, y ya no me acuerdo si al principio me sentí extraño o no, solo sé que antes me daba vergüenza ir al baño en calzoncillos y ahora ni me lo pienso. También he dejado de bañarme un par de domingos sin temor a represalias y una noche me atreví a pedir pizza a domicilio sin que eso significara una declaración de guerra contra la sazón de mi suegra. Otra cosa, ya no me miran raro si no me afeito.
Me gusta la comida coreana y cómo la prepara la dueña de casa. Es picante, saludable, estimulante. De unos meses para acá el pescado a la sal, las muelas de cangrejo y el pato asado hacen parte de mi dieta junto a una variedad infinita de platos con vegetales y sopas reparadoras. No tengo problemas con las algas y el arroz insípido.
Pero como no envidio para nada la longevidad de los asiáticos, cada tanto me escapo de casa y me trago en dos mordiscos una hamburguesa grasienta con papas fritas que en otro momento y lugar me sabrían a cartón. Sí, he cocinado un par de veces. Conseguí lentejas y como teníamos chorizo español, pues hice lentejas con chorizo. A mi suegra le gustó tanto que el siguiente fin de semana decidió hacer sus propias lentejas con chorizo. Cómo es posible, van a quedar asquerosas, le dije a mi esposa. Nada que hacer, reconocí entre dientes que eran muy superiores a las mías. Tengo pensado hacer una lasaña de berenjenas que le será imposible de copiar. Con esa complicada receta se supone que me gané el amor, el respeto y la lealtad de mi mujer . Palabras suyas.
¿Y el padre? Esa es otra historia. Sufrió un accidente hace unos diez años y ahora sólo puede caminar con ayuda de un bastón. Está jubilado. Se la pasa en la sala jugando Chang Gi (ajedrez chino) o recortando obsesivamente los tres periódicos que recibe a diario. O viendo las olimpíadas. O las paraolimpíadas. O documentales sobre las grandes montañas de Corea . Antes de que chocara con un camión era un alpinista aficionado.
Al regresar de sus reuniones con sus amigas o sus clases de canto tradicional, mi suegra le dice que salga a caminar pero él se resiste y en cambio mira por horas la televisión estatal a pesar de que tiene cien canales de cable. Yo estoy frente al computador casi todo el día. De alguna manera los dos estamos confinados mientras nuestras esposas salen a hacer sus cosas. Mi esposa me contó que el accidente le dejó secuelas neurológicas. Al parecer tiene demencia vascular. Lo único que yo puedo decir al respecto es que siempre está de buen humor.
Le he preguntado a Soojeong qué piensa su padre de mí, de que viva con ellos, si me cree un inútil, un tarado, un parásito. Nada, no piensa nada. Le creo. Para él soy esa sombra que a veces cruza la sala rumbo a la cocina, por un café. Para mí él es esa sombra que veo sentada. Es verdad, hay días en que me siento como un fantasma, pienso con una melancólica gravedad hamletiana. Si no me comunico no existo, me digo al son de Descartes. Otros días doy gracias por no tener que hablar, por no tener que llenar el silencio en la mesa con palabras vacías, por no tener que ofrecerme a acompañar a mi suegra al banco o al supermercado.
Como era de esperarse, el promedio de peleas maritales ha crecido exponencialmente. Cuando nos conocimos los pocos roces que teníamos eran en inglés. Con el tiempo Soojeong pasó de reñirme en su perfecto acento californiano a hacerlo en un castellano envidiable. Tiene un don para los idiomas. Hasta hace poco cuando la rabia se me subía a la cabeza aún le hablaba en inglés. Se quedaba callada y me miraba con misericordia. Ahora discutimos en castellano. Las peleas son las mismas que puede tener un senegalés con una rumana: pero si tú dijiste. No, yo no dije eso. Que sí lo dijiste. ¿Cuándo? ¿Estás loco? Lo bueno es que sus padres no nos entienden. Yo tampoco entiendo cuando mi esposa discute con su madre o le riñe a su padre. A veces trato de deducirlo por la entonación pero no siempre doy en el blanco. De qué hablas, estábamos comentando el noticiero, dice sonriente, y yo le creo por nuestro bien.
No todo es tan oscuro. Como casi no salgo de fiesta y por lo tanto la resaca es cosa del pasado, pude acabar mi segunda novela, he escrito una docena de artículos para revistas, avanzo en un perfil extenso que saldrá en forma de libro y estudio coreano. Pero he pagado mi productividad con sangre . Las cosas más simples se han vuelto las más extrañas.
No veo mala televisión tirado en un sofá, no fumo fuera de mi habitación, no oigo música los domingos a todo volumen mientras hago el desayuno y sobre todo no me siento tranquilo teniendo sexo en casa de mis suegros. En lugar de eso, una vez a la semana vamos a un motel. La espontaneidad a cambio de la comodidad. Por fortuna Corea está hecha para los infieles, o las parejas con problemas de espacio. En cada manzana hay una iglesia protestante (el cristianismo es la segunda religión del país después del budismo) y un motel. Como la competencia es ardua –unos luchan a brazo partido por las almas, los otros por los cuerpos– las habitaciones de los moteles son francamente lujosas. Esa misma vida familiar me ha hecho pensar por primera vez, seriamente, en tener hijos después de haberme negado por años. A veces creo que mi cerebro se atrofia poco a poco, que ya no sé distinguir el bien del mal.
Hace unos días Soojeong recibió una oferta de trabajo. Tiene una entrevista. No le pagan todo lo que esperábamos pero es suficiente.
Ojalá lo consiga. No me importaría vivir en una caja de zapatos. Solo quiero levantarme con resaca de una cama en Seúl, ver el majestuoso río Han o la Torre Namsam por la ventana, tomar aire profundamente y repetir: “Y lo increíble se hizo realidad”.
Andrés Felipe Solano es escritor colombiano, reside en Corea. Entre sus obras se destacan "Los hermanos cuervo" y "Sálvame, Joe Louis", publicados por Alfaguara. Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.