sábado, 23 de marzo de 2013

Vida y obra: John Cheever

Cuando murió, en 1982, a los 70 años, por problemas de alcoholismo, era considerado uno de los mejores autores de su país. Ahora, ha caído en el olvido. Aunque escribió novelas, son sus cuentos, que retratan la falsa felicidad de los suburbios de los años 50 y 60, los que constituyen el centro de su obra. Su vida, como la de sus personajes, fue un tortuoso esfuerzo por mantener una fachada falsa de bienestar y por negar su propia naturaleza

CHEEVER. Publicó casi 200 cuentos, cinco novelas y un diario íntimo de más de 4.500 páginas./Revista Ñ
Una de las funciones de la literatura es generar mitologías. Y uno de los territorios mitológicos del Siglo XX son los suburbios de la costa Atlántica de los Estados Unidos en la posguerra. Allí —en los barrios satelitales de las ciudades entre Washington y Boston, con Nueva York como el epicentro— en las amplias casas (que siguen en pie), rodeadas de césped verde y árboles centenarios,  funcionarios y hombres de negocios se retiraban a criar sus hijos y a descansar de sus trabajos en los centros de finanzas, publicidad y política — todos bajo de la sombra de la Guerra Fría.
El gran testigo literario de la mitología de estos suburbios de los años 40, 50 y 60 fue John Cheever. Escritor principalmente de cuentos —casi todos para la revista literaria y alta-burguesa, The New Yorker— creó un ideario estético y moral de las glorias y penas, de las felicidades e hipocresías de los prósperos residentes suburbanos estadounidenses. Su vida, además, terminó superando ampliamente la de sus personajes semi-trágicos en cuanto a la sordidez y desencanto verdadero oculto detrás de la fachada de una vida supuestamente perfecta.
Cheever intentó, con toda la fuerza de su voluntad, armar una existencia correcta y luminosa, hecha de los componentes básicos de una vida impecable, según los valores de su lugar y época: un esposa fiel y servil acompañada por hijos, un perro, la casa con piscina, ropa elegante, golf y tenis los fines de semana, misa los domingos, y los veranos en las playas de Cape Cod, Martha’s Vineyard o Nantucket. Pero dentro de Cheever latía un oscuro malestar compuesto por una melancolía crónica, un alcoholismo morboso y una promiscua vida bisexual que lo avergonzaba y lo atormentaba.
Cuando murió Cheever —el 18 de junio de 1982, a los 70 años— era uno de los autores más prestigiosos y famosos de su país. Sus cuentos reunidos, publicados en 1978, fueron best seller y ganaron el Pulitzer. Escribiendo en el New York Times, el crítico John Leonard dijo que el volumen constituía “una gran ocasión para la literatura en inglés.” Había sido alabado como el “Chejov americano” y el “Ovidio de Ossining” (el arquetípico suburbio de clase media-alta donde vivió desde 1961). Hoy, aunque es considerado una pieza fundamental en la historia del cuento en los Estados Unidos, su literatura no es enseñada en las universidades y no se renuevan sus lectores. Hoy, ningún lector joven robaría sus volúmenes de una librería, como lo hacen con Burroughs, Bukowski y Kerouac (autores más jóvenes que Cheever pero que publicaron sus grandes obras en paralelo con Cheever). Hoy, Cheever es un autor menor.
¿A qué se debe este eclipse?
En parte se debe a la misteriosa fuerza que designa las reputaciones y las modas literarias. Pero hay otros dos elementos para tomar en consideración.
Por un lado, por mas ingeniosos y líricos que sean los cuentos de Cheever, describen un mundo al cual nadie quisiera volver: de matrimonios infelices y familias donde los hijos son un estorbo; de hombres clasistas y misóginos que toman desenfrenadamente para no enfrentarse con sus fracasos personales; de pequeños pueblos sofocantes donde los rituales comunales son obligatorios, pero vacíos de sentido o alegría.
Por otro lado la vida de Cheever fue un fracaso moral: llena de envida, resentimiento y frustración. No tenía amigos. Toda su vida era falsa. Hizo sufrir a las personas más cercanas a él. Era misántropo y narcisista. Su literatura, al fin, era un acto de evasión y una glorificación de la mentira. Sus personajes, al fin, son como el hijo de Saturno siendo devorado por su padre en el famoso cuadro de Goya.
Uno puede dividir la obra de Cheever tres partes. Primero, y principalmente, están los cuentos; se publicaron 121 en el New Yorker y decenas más en otros medios. Después, están cinco novelas, publicadas entre 1957 y 1982. Y finalmente, como fuente secreta de su obra pública, están sus monumentales diarios íntimos, unas 4 millones de palabras. Una selección de los diarios fue publicada en 1991. El escritor (y una vez alumno de Cheever) Allan Gurganus lo ha descrito como “una carta de suicidio de 10.000 páginas.” 
El lugar que Cheever ocupa en la historia literaria estadounidense —y la veneración que aun detenta entre un puñado de lectores— se debe casi exclusivamente a sus cuentos. Sin sus cuentos, Cheever no sería Cheever; de la misma manera que Melville, sin Moby Dick, no sería Melville. Sobre los 61 relatos que eligió para su colección definitiva –la que fue tan exitosamente publicada en 1978- dijo:
Estos cuentos a veces me parecen pertenecer a un mundo ya perdido en el cual Nueva York aun estaba llena de la luz del río, donde se escuchaba cuartetos de Benny Goodman en la radio en la librería de la esquina, y cuando casi todo el mundo usaba un sombrero. Acá está la última generación de fumadores en cadena que despertaban el mundo por las mañanas con su toser, que se emborrachaban en fiestas de cocktail y bailaban pasos obsoletos como “La gallina de Cleveland”, que navegaban en cruceros a Europa y quienes realmente eran nostálgicos por el amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los tuyos y los míos, quien sea quien eres tu. Las constantes que busco en la parafernalia, a veces anticuada, son un amor por la luz y la determinación de trazar alguna cadena moral del ser.


En 2009 Blake Baily publicó una monumental y premiada biografía de Cheever. Son casi mil páginas que entran en un detalle microscópico sobre la vida del autor. Lo curioso es que es una lectura fascinante, pero unos años después de leerla es posible que no retengas mucho. Es Cheever no hizo mucho durante su vida salvo escribir y beber. 
Su infancia transcurre en las afueras de Boston en una familia una vez próspera pero venida a menos. No termina el secundario. Su primer cuento es publicado a los 18 años. Esta unos años en el ejército, pero como oficinista. Se casa a en 1941 a los 29 anos. Se gana la vida vendiendo cuentos a la revista The New Yorker (de adulto, nunca tuvo ningún trabajo renumerado salvo el de escritor). Tienen dos hijos y una hija quienes tratan con distancia y a veces gran desprecio. Vive un año en Italia. Hace unos viajes diplomáticos, en función de escritor, a la Unión Soviética, Corea del Sur. En 1961, a los 49 años, se compra una casa donde por fin morirá. Enseña escritura creativa en una cárcel por unos años y después, muy brevemente, en Boston University y  la Universidad de Utah. A pesar de su éxito como cuentista sufre por veinte años intentando escribir una novela. Durante toda su vida bebe desde la mañana hasta la noche, salvo los últimos dos años, pero ya es tarde. Mientras que pasaba todo esto tiene encuentros sexuales fugaces e insatisfactorios con hombres y mujeres. Solo en el útlimo año de su vida deja de beber y se reconcilia consigo mismo, sexualmente.
Puede que hayamos sido demasiado duros con Cheever. En el prólogo de la versión publicada de sus diarios, el hijo de John Cheever —Benjamin, también escritor— dice:
“La mayor parte de su vida sufrió de una soledad que era tan aguda que casi no se podía distinguir de una enfermedad física… Quiso en su escritura romper esta soledad, y hacer añicos el aislamiento de los demás.”
Ahora, para concluir, dejemos a Cheever bajo una mejor luz. Citamos a Benjamin nuevamente explicando su decisión de publicar los diarios íntimos de su padre:
“En 1980 [mi padre] escribió: En los años 30 y 40 los hombres temían la homosexualidad como los primeros marineros temían caerse al fin del océano de un mundo que estaba soportado por la espalda de una tortuga.
Un simplón podría pensar que la bisexualidad fue la esencia de su problema, pero por supuesto que no lo fue. Tampoco fue el alcoholismo. Llego a aceptar su bisexualidad. Dejó de beber. Pero la vida siguió siendo un problema. La forma en la cual se enfrentaba con este problema fue articulándolo. Lo convertía en un cuento y publicaba el cuento. Cuando descubrió que había escrito el cuento de su vida, quiso que eso también se publicara. Y creo que la posibilidad que esto se publicara le hizo temer menos a la muerte. De golpe, la muerte era una oportunidad.”
Fuentes / Más Información
Cheever: A Life. Blake Baily. 2009
John Cheever, The Art of Fiction No. 62. Interviewed by Annette Grant. Otoño, 1976.
The Strange Charms of John Cheever. Edmund White. The New York Review of Books. 8 de abril, 2010
Decoding the ‘Mad Men,’ Ossining and Cheever Nexus. The New York Times. 21 Julio, 2010
The demons that drove John Cheever. Rachel Cooke. The Guardian. 18 de Octubre, 2009
A continuación, a modo de bonus track, los dejamos con unas de las escenas más famosas de los cuentos de Cheever.
Una pareja, de vacaciones de verano en una antigua casa heredada y compartida entre hermanos, decide ir a una fiesta de disfraces. Se les ocurre ir vestidos como un ideal de la juventud: él de jugador de futbol americano y ella como novia del baile del fin de la secundaria. Llegan a la fiesta y, poco a poco, se dan cuenta que todos tuvieron la misma idea. Al principio es gracioso, pero luego se convierte en algo siniestro. Aunque todos aun son jóvenes, se dan cuenta que sus vidas terminaron, que ya tuvieron su apogeo. En una siniestra borrachera se terminan tirando, todos en sus disfraces, al mar nocturno…
Una pareja que vive en la ciudad de Nueva York, en el Upper East Side, se compra una radio nueva. Son devotos de la música clásica, aunque sus amigos no lo saben. El marido, de 37 años, teme que sus mejores años han pasado. Tienen dos hijos y los problemas de dinero se empiezan a sentir, aunque la pareja es feliz, dentro de todo. La radio anda mal. Los ruidos que salen de ella son confusas, hasta que pronto, se dan cuenta que lo que pueden escuchar son las conversaciones de todos los departamentos del edificio. Es un horror. Todas las parejas jóvenes, como ellos, que ostentan vidas prosperas y pacíficas, solo pelean. La mujer se vuelve adicta a la radio. El marido por fin la arregla. El matrimonio se derrumba en peleas, insultos, acusaciones, resentimientos…
Un hombre, que fue estrella de atletismo, envejece. Con su esposa va a tres fiestas por semana en el barrio. Beben gin desde el crepúsculo hasta la media noche. Todas las fiestas terminan igual. Uno de los comensales comienza a burlarse, jocosamente, del viejo atleta, comienza un ritual. Arman todos los muebles en el living como una pista de obstáculos. Uno de los invitados sale al jardín y dispara una pistola y el protagonista, como en sus mejores tiempos, corre la pista saltando todas las barreras como una gacela. Hasta que una noche se rompe una pierna. No va más a las fiestas. Sus amigos lo abandonan. Se siente viejo de verdad. Recuperado, va al baile de fin de semana del club de campo. Arma un circuito. Se cae nuevamente. Más tarde en casa, borracho, arma otro circuito. Su mujer, con la pistola de arranque, sin querer, mata a su marido…
En un viaje de negocios el avión donde vuela un hombre se estrella, pero todos sobreviven. Vuelve a casa, a la hora pautada, para encontrar su familia –esposa y tres hijos- preparándose, caóticamente para la cena. Cuenta lo que le pasó, pero no logra hacer un impacto en el caos familiar. Los días pasan y el protagonista comienza a ver todo que lo rodea como una pantomima de falsedad. Se va enamorando de la adolescente que cuida a sus hijos, pero la infatuación termina en nada. El cuento es un retrato lírico y melancólico de un prospero pueblo suburbano. La última frase del relato sale de la nada: Entonces oscurece; es una noche en la cual reyes, vestidos en oro, cruzan las montañas montados sobre elefantes…