viernes, 14 de junio de 2013

De feminismos tempranos

¿Por qué hacer una reseña de una novela de finales del siglo XIX, de1881?

La novela, Retrato de una dama, de Henry James/revistagalactica.com
Reviso el catálogo de la Biblioteca Luis Ángel Arango: desde 1984, no hay ediciones de Retrato de una dama, pese a que la película dirigida por Jane Campion es de 1996. ¿Por qué hacer una reseña de una novela de finales del siglo XIX (1881)? Llego a la novela, precisamente porque vi primero la película, porque esta me dejó con muchas preguntas, con demasiadas ambigüedades y esperaba que la novela me las despejara; al fin y al cabo, era una novela decimonónica y, según lo que me han enseñado, la gran mayoría de ella no está interesada en dejarle dudas al lector. Sin embargo, James parecía estar más cerca del siglo XX que del XIX y me haría comprender que lo más interesante de su heroína no era su pasado, sino la perspectiva de su incierto futuro.
El libro llega a mí como un regalo, como un agradecimiento. Es un libro leído, viejo, amarillento, con hongos, que perteneció a la biblioteca de Eduardo Pachón Padilla, el único crítico literario que, hasta el momento, se ha atrevido a hacer una historia del cuento en Colombia; su sello está en la primera y última página. Me gustan el olor y la apariencia del libro, me gusta que sea de tapa dura, me gusta que sea marrón, me gusta que el icono de la colección de la editorial esté en bajo relieve en la tapa, me gusta que los lomos estén descosiéndose, me gusta que parezca una Biblia y que no lo sea.
La novela de Henry James es mejor que cualquier novela del siglo XIX que haya caído en mis manos; siento que la narrativa occidental moderna le debe más a James que a Proust, siento que ninguna palabra de Proust se ha quedado en mi memoria –quizá porque no he podido terminar ninguna–, pero sí muchas de las de Retrato de una dama (y de Las alas de la paloma). Los personajes de James no tienen etéreos ideales como los de Stendhal y Flaubert, pero sí tienen una interioridad mucho más profunda y, por ende, compleja.
En tiempos en que la mujer sólo podía esperar casarse para tener un destino, Isabel Archer, la protagonista de esta novela de James, quiere hacerse uno propio y su primo le brinda los medios para hacerlo: le cede la gran fortuna que su padre pensaba heredarle. Ser mujer y vivir en el siglo XIX tenía sus límites hasta para una estadounidense viviendo en Europa con todo el dinero posible… Isabel recorre el mundo en dos años y piensa que ya lo ha visto todo, así que no queda otra cosa más que casarse; el problema es escoger con quién. El dinero ya no sería un obstáculo para elegir un esposo, pero sí la ingenuidad y las reglas impuestas por una sociedad aún demasiado estrecha. Ahora, aquí, me cuesta pensar que mi destino pueda estar únicamente en manos de una pareja, me resisto a creer que mi imaginación no me dé para más. Aunque Isabel tuviera una inteligencia superior a la de la mayoría de las mujeres, a pesar de que lo único que quería era ser ella misma y tener su independencia personal, termina aceptando la propuesta de matrimonio del ser más mezquino que el lector se pueda imaginar: Gilberto Osmond.
Pienso que muchas veces caemos en trampas, que muchas veces, sin quererlo, nos ponemos en peligro, nos dejamos atrapar en jaulas. Desconocemos los motivos de los demás, no tenemos la capacidad de leer bien sus intenciones y nosotros mismos cerramos la puerta. Me siento como una lectora del siglo XIX y sufro la misma decepción de Isabel. Hay hombres –y mujeres– más centrados en su apariencia que en su alma, más pendientes de lo que dicen y piensan los demás de ellos, que en ellos mismos. Hay hombres –y mujeres– mezquinos (tanto con sus bienes materiales como –lo más triste aún– con sus sentimientos) que saben camuflar su mezquindad con palabras y ademanes estudiados, que saben decir (con las pausas y entonaciones aprendidas) y hacer lo que piensan que se espera de ellos en cada momento o, mejor aún, lo que es más adecuado a sus intereses. Su sinceridad es inversamente proporcional a su ambición (de ser, de tener, de gustar, de ostentar), su ambición es su forma de vengarse de un mundo que creen injusto porque no les ha dado el lugar que creen merecer y de burlarse de unas personas que creen inferiores a ellos mismos (aunque muy en el fondo sepan que no lo son, su enorme ego los llevará siempre a despreciar todo lo bueno que hay en los demás de lo que no puedan beneficiarse-apoderarse de inmediato). La mezquindad es su enfermedad, su locura y su desgracia. Uno de esos tantos hombres –y mujeres– son Gilberto Osmond y Serena Merle (estadounidenses, como Isabel, pero que se sienten más cercanos a la cultura europea).
Sería yo también mezquina si les negara su inteligencia anclada en sus modales refinados y apariencia impecable, su aparente conocimiento del mundo (el que pueden ostentar en las conversaciones o en las reuniones, o sea, sólo información, datos), pero también su incapacidad de hacer algo genuino por sí mismos (son “diletantes estériles” –457–). La pobreza de su corazón y de su mente es inversamente proporcional a su ambición de triunfo social (aunque la disfracen bajo la apariencia del desdén y del hastío). Así son Osmond y Merle:
Osmond vivía exclusivamente para el mundo, bajo la sutil apariencia de preocuparse única y egoístamente de los valores intrínsecos. Lejos de ser el dueño de él, como pretendía ser, era su humilde siervo, cifrando todo su éxito en el grado de atención que al mundo merecía. Vivía atento a él de la mañana a la noche, y el mundo era tan rematadamente necio que no se daba cuenta del truco. Todo, absolutamente todo lo que hacía era pura pose… una pose tan perfectamente estudiada que, si uno no sabía mirar a fondo, la tomaba por sincero impulso. (p. 520).
Isabel se enamora de la dignidad aparente de Osmond, de su desprecio aparente del dinero y del reconocimiento social. Cuesta menos equivocarse que aceptar que nos hemos equivocado. El ego tiende a pesar más y nuestro orgullo nos hace difícil asumir nuestros errores. Creo que esta es la gran fortaleza de Isabel y su gran aprendizaje: podemos tener buenas intenciones, pero no por eso todas las acciones tendrán un buen resultado; podemos querer “salvar”, ayudar, dar a otros, pero ellos no siempre podrán apreciarlo. El resultado de lo que hacemos pocas veces depende sólo de nosotros y es, como alguien me dijo, como una barca conducida por nadie. Lo más interesante de todo esto es qué hará Isabel. Cuando se sabe que no se puede seguir por el camino que hemos llevado, que no podemos seguir manteniendo la decisión que hemos tomado, que ya no podemos seguir dando a los otros, sino sólo pensar en nosotros mismos, cuando la palabra “fracaso” empieza a ser una imagen sólo para los demás (los que están ocupados en las apariencias), pero que se queda sin significado para nosotros mismos, es el momento cuando todo toma sentido, de nuevo. Se puede estar solo, pero la posibilidad de ver más claro, de alejar las ilusiones, constituye los momentos más interesantes de nuestras vidas, aunque sólo si se tiene un alma tan grande y tan generosa como para ser capaces de hacernos responsables de nosotros mismos: “Isabel se dijo entonces: Me pase lo que me pase, yo no debo ser nunca injusta; mi deber es soportar yo misma mi carga y no tratar de echársela encima a los demás” (p. 534); “[Isabel] no podía desprenderse jamás de la idea de que la infelicidad era un estado enfermizo… de sufrimiento, opuesto al de hacer. Hacer… algo, fuere lo que fuere” (p. 547).
James parece decirnos que es rico no aquel que tiene mucho dinero, sino “los medios para satisfacer las exigencias de su imaginación” (p. 244). Me pregunto qué haría si fuera rica, si tuviera todos los medios posibles, si mi imaginación sería tan vasta como para responder a la riqueza de esos medios o tan estrecha como para no saber qué hacer con ellos… La imaginación de Isabel parecía amplia, pero no su sociedad ni su experiencia de la vida; sin embargo, siempre hay alternativas: por eso está allí Enriqueta Stackpole, la amiga de Isabel, la periodista, la que sabe que no le gusta a todo el mundo, pero que es ella misma y es independiente. La libertad completa es el sueño de todos, pero encierra también un “esfuerzo incesante” (p. 296), la pregunta por si podremos “emplearla admirablemente” (p. 296).
Honro mi biblioteca con este libro, con su autor y con el nombre de su antiguo dueño.

Henry James
Retrato de una dama 
Traducción: Mariano de Alarcón
Buenos Aires: Emecé, 1944