viernes, 29 de noviembre de 2013

Notas sobre Cortázar

Sus cartas y sus clases confirman que nunca hubo diferencia entre lo que vivía y lo que escribía

Julio Cortázar, un enfebrecido amante de lo literario y por ende el Gran Cronopio./elpais.com
Estoy leyendo la correspondencia de Cortázar (cinco volúmenes) y sus clases de literatura en Berkeley en 1980, todo ello editado por Alfaguara. Una sensación calurosa e inhabitual se abre paso: el afecto, que vuelve con la misma fuerza de la primera vez, cuarenta años atrás, pero ahora, por así decirlo, documentado. Es muy raro sentir afecto por un escritor. Hay un foso entre la admiración y el afecto. No he sentido nunca afecto, pongamos, por Borges. (Sí, en cambio, y creciente, por Bioy).
Las cartas y las clases de Cortázar confirman lo que ya sabíamos: que era una persona extraordinaria y que nunca hubo diferencia entre lo que vivía y lo que escribía. Rezuman pasión por la literatura, placer por el conocimiento compartido. Y alegría: sentido del humor y del juego. Y algo más, algo igualmente poderoso, y para lo que tendríamos que utilizar una bayeta de altas propiedades limpiadoras, porque términos como solidaridad o compromiso han sido minuciosamente embarrados por los que creen estar de vuelta y solo fueron a la esquina para buscar cobijo bajo el sol que más calienta.
Estas publicaciones me han hecho pensar en lo importante que fue Cortázar para mí y para muchos de mi generación, cuando vivíamos la llegada de cada uno de sus libros como un acontecimiento, una ventana abierta. Me ha dado un pequeño vuelco el corazón al leer que, en las navidades del 74, el gigante argentino vagabundeaba “solo y sin amigos a los que ver” por las calles de Barcelona: inevitable pensar que hubiera podido toparme con él una de aquellas noches, cuando andaba yo empapado en garúa adolescente y buscando hermanos mayores, en lo más alto de mi veneración por Rayuela, por los cuentos, por todas y cada una de las cosas que escribía. ¡Qué ganas de gritarle: “¡Acá, acá! ¡Cebate un amargacho, viejo!”. Pobre hombre, de la que se libró.

Sus cartas y sus clases confirman que nunca hubo diferencia entre lo que vivía y lo que escribía
Hoy, tantos años después, podemos decir que ante la dictadura cubana pecó de ingenuo o prefirió mirar para otro lado, y que el intento de fusionar literatura y política desballestó Libro de Manuel, novela apresurada y torpísima por la que fue crucificado, como si anulara su deslumbrante trayectoria anterior: a muchos otros les perdonan errores insistentemente continuados, pero a él le tenían muchísimas ganas.
Me conmueven sus cartas de 1973-76 del mismo modo que me parten el corazón las de cualquier escritor español en vísperas de la República: el luminoso anhelo de que todo podía cambiar, todo estaba al alcance de la mano, y de repente el cielo se resquebraja a tiros. Y me produce un respeto imponente el Cortázar que tras las pesadillas golpistas se multiplica, se desvive por sacar gente de Chile y de Argentina, y encontrarles acomodo en Europa, y dedica la mayor parte de su tiempo a trabajar para el Tribunal Russell y dar voz a quienes la han perdido.
Entretanto, a Kissinger le dieron el Nobel de la Paz como premio por la operación Cóndor, y la hombría de bien bajó aparatosamente en bolsa, y comenzó a ponerse de moda sonreír irónicamente y despachar a Cortázar y a otros tantos como él hablando de su “trasnochado idealismo”.
Y no solo entonces. Me dicen que tanto en Argentina como aquí hay jóvenes autores que han hecho una bandera, sin aparentes escarapelas ideológicas, del desdén hacia el enorme cronopio. Suele pasar con los escritores que tuvieron gran influencia en su momento, y aventuro que algo parecido le sucederá a Bolaño en las próximas décadas. A los que militan en la negación, la risilla y el sol que más calienta no vale la pena decirles nada. A los otros les digo que se zambullan en sus inmarcesible cuentos, en sus vivísimas misceláneas, pero también que conozcan al hombre que muestran estas cartas y este curso.