lunes, 18 de noviembre de 2013

Vargas Llosa, el macho anciano

En El héroe discreto, última producción del Premio Nobel, los hijos aparecen como amenaza para la propiedad del padre, expresado por el personaje de Felícito, y se completa con el tema de los hijos como amenaza para la virilidad del padre, expresado por Ismael

Humildad y heroísmo, según Vargas Llosa./revista Ñ
¿Vieron una cosa rara que pasa en El héroe discreto , la última novela de Mario Vargas Llosa? El libro se presenta como un homenaje a los valores tradicionales: honestidad, trabajo, templanza, coraje. Pero por debajo corre un tema muy distinto. El héroe, Felícito Yanaqué, es un pequeño empresario. Un día recibe una carta anónima: la mafia le reclama una cuota mensual. Felícito se niega y acude a la policía. Esta es la mitad de la historia; en paralelo, se narra un escándalo en la alta sociedad limeña. Esta parte la protagoniza don Rigoberto, especie de sibarita que ya apareció en otras novelas del peruano. Si Felícito parece encarnar un ideal pequeñoburgués, don Rigoberto sería lo mejor de la clase alta: el gusto por las bellas artes, la tolerancia, el goce de la sexualidad entre adultos responsables. Tomando esto al pie de la letra, los críticos elogian El héroe discreto por rescatar estas virtudes o bien le reprochan su conformismo.
Se equivocan. El tema solapado de El héroe discreto es más oscuro. Felícito tiene dos hijos varones: Miguel se le parece muy poco, Tiburcio es su vivo retrato. Pero los dos son hijos lamentables, indignos de su padre. Acomodaticios y cobardes, cuando Felícito se niega a pagar a la mafia, le ruegan que lo piense mejor. El desprecio de Felícito es apenas disimulado. Peor es la otra pareja de hijos del libro: el mejor amigo de don Rigoberto, Ismael, tiene dos varones a los que apoda “las hienas”. Ociosos, abusivos, parásitos, parecen capaces de llegar al crimen para frustrar a su padre; Ismael, a su vez, decide casarse con su sirvienta sólo para molestarlos.
Por supuesto, en la superficie de la narración se deplora que estos hijos hayan salido tan mal. Pero no hay hecho, en la ficción o en los sueños, que no corresponda a un deseo oculto. Y en este sentido, la omnipresencia de los hijos detestables en El héroe discreto delata una hostilidad más general. El tema de los hijos como amenaza para la propiedad del padre, expresado por Felícito, se completa con el tema de los hijos como amenaza para la virilidad del padre, expresado por Ismael. Tanto él como Rigoberto son –en palabras de Pablo de Rokha– machos ancianos: patriarcas envejecidos que toleran mal ser reemplazados. Hay un hijo más: Fonchito, hijo de Rigoberto, a quien apodan Luzbel: el príncipe de las tinieblas. ¿Y qué son los hijos, en esta novela, sino el Mal?
Esto es interesante. Ya antes Norman Mailer, John Updike, Philip Roth han escrito sus cantos de odio contra los hijos. Quizá la generación del 60 sea demasiado asertiva para aceptar con serenidad el recambio generacional. Una confesión: me alegra descubrir esta saludable mala leche en Vargas Llosa. El odio es una emoción más palpitante, más digna de un Premio Nobel, que el elogio de las virtudes burguesas.